Con éste título abrimos un capítulo fundamental sobre cómo crear una sociedad, un mundo, cada vez más consciente.
La razón por la que los adultos tenemos falta de consciencia puede variar, aunque por regla general suele derivar de la herencia socio-cultural y familiar en la que se desarrolla nuestra época de aprendizaje y crecimiento.
Por ello es fundamental que acompañemos a nuestros hijos a lo largo de su infancia, sin olvidar que no deben dejar nunca de ser ellos mismos para convertirse en una copia nuestra. Como dice el poeta khalil Gibran, «Tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma».
Debemos comprender que cuando nacemos a la vida, carecemos de Ego. Este aparece a lo largo de nuestro crecimiento y se va alimentando a medida que aprendemos e incorporamos patrones de nuestro entorno familiar y social. Es aproximadamente a los siete años cuando se produce la transformación más notable, esa época en la que nos sociabilizamos y comenzamos a repetir los patrones de conducta adquiridos de los adultos: Aprendemos a enjuiciar, se despierta en nosotros el sentido del ridículo, nos ofendemos con mayor facilidad, discriminamos… todo ello basado en la firme convicción de que estamos obrando correctamente, pues es exactamente como lo hacen los mayores.
Por ello los adultos debemos ayudarles a ser ellos mismos y contaminarles lo menos posible. Debemos ser una guía en su camino, una orientación, siempre enseñándoles a tomar sus propias decisiones, a confiar en sí mismos y andar sus propios pasos, únicos y perfectos. Es importante escucharles, darle importancia a aquello que para ellos es importante, aunque para nosotros sea una tontería; debemos fortalecer sus auto-estima, reconociéndoles los logros y evitando las etiquetas sociales.
Los adultos pasamos media vida tratando de volver a ser niños. Crecemos olvidándonos de ser quienes somos desconectándonos de nuestra verdadera identidad, vamos entrando paulatinamente en un estado de distracción, y en ese estado, los valores pierden protagonismo y nuestra consciencia se debilita.
Es en la edad adulta, cada uno en un momento determinado en el que comenzamos a desandar lo andado, a buscarnos, a conocernos, a sanarnos, a aprender a aceptarnos y amarnos, a secar la carita de nuestro niño interior… y ese camino de regreso no es nada fácil.
¿Y si nunca hubiésemos caído en el letargo? ¿Y si desde el principio hubiésemos reconocido nuestra auténtica identidad y hubiésemos crecido con ella, despiertos, presentes, conscientes? El mundo sería maravilloso, perfecto.
Nuestro entorno actual, la sociedad compleja, injusta y con una gran falta de conciencia no es ni más ni menos que la suma de millones de adultos aletargados. Y hay un sentimiento común de disconformidad. Un deseo ahogado de que las cosas sean de otro modo.
Y pueden ser. Como padres tenemos la oportunidad de oro de cambiar el mundo. De criar hijos conscientes, presentes y auténticos.
Los niños vienen al mundo cada vez más despiertos y desentonan con la sociedad en declive que les «acoge». Es una enorme contradicción estar disconforme con la sociedad, pero seguir criando niños bajo los mismos paradigmas. Si de veras deseamos cambiar el mundo, comencemos por nosotros mismos, vivamos en coherencia con nuestro deseo interior y cambiemos patrones, rompamos moldes y quememos etiquetas.
Mostremos a nuestros hijos cómo ha de ser un mundo justo, equitativo, responsable con el medio ambiente, respetuoso con el mundo animal… Informémonos de cómo ejercer un consumo responsable sin consecuencias nefastas para otros seres; enseñémosles el respeto por todo y por todos.
El mundo no cambia sino lo hacemos nosotros. Nuestros hijos no traen vendas en los ojos, son grandes sabios que conocen los secretos que tanto anhelamos que nos sean revelados. No les vendemos los ojos, dejemos que sigan siendo sabios y creen un mundo perfecto.
«Todos nacemos sin ego. El recién nacido es pura conciencia. Conciencia fluyente, lúcida, inocente. No existe el ego». Osho.